2007-05-09

El hombre que pudo ser Dios


Un señor entró con su sonrisa y un sombrero, y una preciosa corbata amarilla en la consulta del Psicólogo, azorado por una dolencia misteriosa, tras haberse hecho largas y molestas pruebas en el cardiólogo, otorrinolaringólogo, ginecólogo, urólogo, neurólogo y podólogo, pruebas que iban desde electrocardiogramas, encefalogramas, pentagramas, anagramas, crucigramas, hasta radiografías, serigrafías, estilografías y esas cosas. Y, después de esperar desde el amanecer hasta el ocaso, fue atendido por tan Eminente Doctor:

Abrió aquella su puerta de madera pisando brillantísimas casillas de ajedrez que reflejaban sus piernas, su cuerpo, su cara, que se hacía negra, blanca, negra, blanca otra vez. Cuando alzó la vista, un ser diminuto fumaba de pie una pipa de espaldas a él, contemplando una enorme cabeza de toro que presidía la sala circundada de diplomas y méritos internacionales, como un dios Maya en la pared, sobre la mesa. A la izquierda había un diván de color negro y cuatro patas metálicas como de cangrejo, y un enorme ventanal, a prueba de ruidos, de grosor considerable e indeterminado. Por el hilo musical sonaba una versión de las Cuatro estaciones de Vivaldi que se superponía al leve zumbido del aire acondicionado. Por lo demás, todo era silencio.

- Buenas tardes, Doctor, soy...

- ¡Ah!, sí, sí, el hombre este del raro problema.

- Bueno sí, verá, yo venía porque me duele el corazón y, a veces, me duele como en la garganta, y me cuesta respirar. Y no sé lo que es, debe ser de la digestión, porque...

- ¡Qué sabrá usted! Yo soy el Psicólogo, ¿es que no ve los títulos?, además, ¿no ve ese diván? Es un diván de cuero- aspiraba ira y desprecio en su pipa, aunque el hombre no lo notaba- ¡Siéntese y cuénteme su último sueño!

- Ahora que lo dice hoy he vuelto a soñar con una habitación con cristales en el suelo, y debajo no hay nada, sólo el cielo negro a mis pies, infinitamente oscuro e infinitamente triste. A veces por eso pienso que soy Dios, porque estoy encima de todo, y me siento muy solo, y a veces, aunque mire hacia abajo me dan ganas de mirar hacia arriba y el techo se cuela en mi boca y me tapa las fosas nasales, porque está muy bajo, por eso creo que no hay cielo, solo un abismo infinito. ¿Seré Dios?... ¿Existe una solución para mi caso, Doctor?

- Umm... Hábleme de su padre.

- ¿Mi padre? ¿Por qué?, si mi padre pecó de ser una bellísima persona, lo único que, así, así, fue que me dijo las cosas con silencio, porque quizás la melancolía se le juntaba con el cariño, y no era capaz de hablar, por lo demás, normal.

- No descartamos a su padre, vemos una infancia difícil, quizás fue un niño maltratado.

- ¿Usted cree?

- Sí, sí, por supuesto- anotó algo en su libretita negra, pero el hombre no creyó reconocer en el trazo ninguna letra- Bueno, hábleme de su primer recuerdo, de sus experiencias tempranas. Quizás lo suyo se deba a una somatización de conflictos tempranos no resueltos según la teoría del apego tipo U de Bolwy.

- ¡Ah, claro!... Casi siempre las experiencias eran de otros, y casi nunca tempranas, porque nunca he sido puntual, sobre todo por las mañanas, porque...

- ¡No hombre!: me refiero a su nacimiento, sus primeros años- el psicólogo murmuró algo así como imbécil, de modo poco profesional, aunque el hombre del problema no lo supo distinguir.

- ¡Ah!, mi nacimiento, buena pregunta. Recuerdo que nací cuando mi madre se había ido. Recuerdo una paloma blanca cruzando el cielo cuando recogíamos las cosas de su cuarto verde y ajeno. Creo que fue entonces que nací, aunque no sé lo que pasó aquella mañana, pero me dolía como si me parieran, como si me hubieran expulsado unos músculos gigantescos apretándome desde el estómago hasta el corazón...

- Interesante, interesante. ¿Puede decirme qué ve en este dibujo?

- No entiendo.

- Mire, mire aquí y colabore.

- ¿Pero qué cree que me pasa?

- ¡No discuta y mire!, ¿qué es lo que ve?

- Veo un montón de niños, está lloviendo y tienen hambre, y militares que los persiguen y que gritan.

- ¿Está seguro? ¿Y aquí?

- Veo una madre y su hijo muerto, veo un hombre cantando con una guitarra, veo una prostituta que es casi una niña, veo un enfermo, veo el suelo negro de mi habitación sin cielo veo... Veo como un público de gente, mirándolo todo como en un Gran Circo de Miseria por televisión.

- ¿Pero no ve que sólo son manchas?

- Por eso mismo lo digo. ¿Es grave lo que tengo, Doctor?

- No puedo decírselo, lástima que nuestro tiempo se haya agotado, debe volver mañana.

- Pero, ¡dígame algo!; llevo todo el día esperando para verle. ¡Es usted mi última esperanza, Doctor!

- En principio tiene usted un grave caso de locura imaginativo-misantrópica con síntomas de angustia existencial, por lo que perfectamente podría ser Dios, pero eso es imposible. Así que deje de preocuparse por esas tonterías, y... ¡cómprese un DVD! Si quiere le extiendo una receta... Se lo escribo: dé...uve... dé... Diviértase un poco, cometa alguna travesura y, sobre todo, venga, venga mucho por aquí. Tranquilícese: haremos de usted un ser perfectamente equilibrado. ¡Se va a comer usted el mundo!, ¿de acuerdo? Y, si no le importa, tengo otra visita, de modo que, lo dicho, le veré la semana que viene... Deje sus datos y número de cuenta al salir, haga el favor. ¡Ah! Y no hable mucho de esas visiones suyas con la gente, podrían pensar mal de usted y su vida social quedaría seriamente dañada, ¿eh?... Aquí tiene.

Dicho esto, extendió el brazo para acercarle el pedazo de papel con la receta:

- Gracias, Doctor- dijo el hombre sin mucha convicción.

El Doctor, se esforzó en una imitación de sonrisa que abrió arrugas nuevas en la piel recién estirada de su rostro:

- Permítame añadir una cosa más: por favor, abandone el uso de ese ridículo sombrero.

El hombre que pudo ser Dios se marchó dejando su número de cuenta, su nif, su cif, su talla de pantalón, su corbata preferida, olvidándose el sombrero en el perchero, la esperanza en aquel cenicero de la sala de espera del Doctor, y el corazón desparramado por los baldosines negros y blancos...

Pero, afuera, la calle en obras fabricaba charcos con la lluvia que manchaban de barro sus zapatos. En sus ojos se reflejaba el agua turbia de los charcos y, en los charcos, corrían las nubes y las nubes llevaban pedazos de cielo arremolinándose en cirrocúmulos y el cielo entonces podía verse se mirara donde se mirara y, aunque parecía una ilusión, un mero reflejo manchado de barro, sin embargo, era real... tan real como el reflejo, del reflejo de un reflejo; tan real, como que la lluvia, desde lo alto, en medio del ruido ensordecedor del tráfico y el taladro mecánico y las palabras de la gente a través de los móviles y los ladridos de los perros, siempre consigue mojarlo todo de nuevo.


por Jesús Montoya Juárez, en El huevo y la paloma (forthcoming).

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"Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí"

Felisberto Hernández, "El caballo perdido".