2011-04-25

A la mar fui por naranjas



Me resulta estimulante la idea de que una vida pueda componerse de materiales que vibran como en una caja de resonancia en sintonía con los objetos, cuerpos y vidas con las que entra en contacto. Ondas que llegan de lejos, autorreplicándose infinitamente, por el universo micro y macro, como en una fábula borgiana infectada de la banalidad de lo cotidiano. Hace algo más de una semana, en París, esa idea cobró intensidad, y la vibración se volvió figura. En la mesita de luz, Nocilla dream, de Agustín Fernández Mallo, donde encontré más o menos esta misma idea formulada de otro modo. Un esfuerzo por cartografiar la mecánica del universo y la condición humana a la vuelta del Milenio, en la Era del Espectáculo Global, que es también la era de la vida que nos queda, de las cajas de resonancia. Tal vez esa lectura abriría la serie, aunque el orden puede no ser éste.
Invitado por mis amigos C. y D. a un concierto tuve la oportunidad de añadir una segunda vibración a esta figura. Una pareja de músicos chilenos, ella esperando un bebé de él, daba un recital compuesto a base de canciones propias y versiones de piezas del folklor nacional. Entre estas piezas, una clueca, cuya letra, originaria de la canción medieval española- quizás asturiana-, conoce por tanto otras muchas versiones, la más célebre, quizás, la de Héctor Pávez. En aquel pequeño café del 12éme asistí a una interpretación excelente, de una pareja que se miraba y sonreía, cómplice, y la simbología del texto se encarnaba en la vida que servidor desde fuera pensaba que se sabían compartir. El concierto devino en la representación de una ecuación matemática en cuyo centro había una "naranja buscando su centro", había una vida, vibrando, caja de resonancia de la música interpretada por sus padres, irradiando su energía por la ciudad de París al infinito, por qué no. Me imagino a ellos dos, a quienes no conozco, o a otros dos que podrían ser ellos dos, que podríamos ser otros dos, inmigrantes, en la ciudad de París, esperando un hijo, vibrando hacia el futuro, inmigrantes en otras ciudades, encrucijadas que son puntos de paso a través de los que viajamos. Todos de repente fuimos proyectiles inmóviles. Y ese pensamiento arrastrado por la música, por la ecuación que era ese concierto, y el libro que me aguardaba en la mesita de luz, se reforzaban, en armonía.
Esa misma idea de que la vida es eso, o de que lo que es- ahora- consustancial a la vida o a lo que queda de la vida, es eso, la resonancia, volvió a hacerse presente en mis amigos, anfitriones, C. y D., abriéndome una historia que a diferencia de otras historias que conozco está escribiéndose por mano propia de unas vidas expandiéndose en círculos concéntricos, una escritura sin miedo, buscando su maravilloso equilibrio, o al menos a mí me lo parecía, o me traía a la mente el equilibrio. Haciéndome pensar esa historia que yo podía leer en ondas sobre la superficie de un lago, en que esa historia sería el producto de una escritura de agua en otras vidas en conexión.

Y me parece que esa escritura tendría que parecerse, de alguna manera, al libro que tenía yo en mi mesita de luz. Me gustó ese libro, me gustó.

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"Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí"

Felisberto Hernández, "El caballo perdido".