2007-10-04

La espera


Hay siempre un lector imaginario en el recodo más profundo de nuestro cerebro. De las profundidades del espejo de la página en blanco surge siempre un rostro que se burla de nosotros, los que escribimos. Me ha sucedido ahora, cuando estaba escribiendo con mi anti-glamuroso bolígrafo de propaganda del Mercadona que, por cierto, no sé cómo ha llegado a mis manos. Este hecho es fundamental para el desarrollo de lo que voy a contar, es decir, si el bolígrafo hubiera sido de una marca de hoteles, este relato habría necesariamente versado acerca de un tórrido romance con una azafata de vuelo, o podría haberse convertido en una novela de viajes por la India, Nepal o Pernambuco, vaya usted a saber. Sin embargo era un bolígrafo de propaganda de una cadena de supermercados muy conocida. De Mercadona. De dicha cadena rescato sólo los precios, la marca Hacendado, ¿la conocen? Una de esas marcas blancas que devuelven al consumidor sólo una parte de lo que esa misma empresa de por sí ya le afana. Bueno, eso y los tubos que volatilizan dinero. Me explicaré mejor: cuando se acumula una cantidad de dinero suficientemente abultada, se introduce en unas bolsitas de plástico transparente, como ésas para congelar los alimentos que son de Albal... y después se las mete en un recipiente de plástico diseñado específicamente para que quepa en el estrecho tubo. Llegado a este punto, la señorita- porque normalmente es una mujer- pulsa un botón, que - también normalmente- es rojo, y dinero, bolsa y recipiente viajan por el techo hasta perderse en un lugar invisible de este universo, al extremo opuesto del tubo. Quien haya ideado semejante sistema de transporte habrá tenido sus motivos. Tal vez uno de ellos sea la literatura, es decir, hacer imaginar a clientes como yo hasta dónde habrá viajado el dinero, o si realmente éste ha desaparecido, se ha desintegrado o algo así. No puedo dejar de quedarme perplejo ante este acontecimiento insignificante para casi todo el mundo, porque yo suelo comprar en un supermercado que hay en el Barrio de los Periodistas junto a Parque Almunia. Por eso, agradezco que todo este cúmulo de casualidades- el bolígrafo, Mercadona, el recuerdo del tubo, etc.- me estén haciendo contar que el otro día, extasiado en la contemplación del mecanismo del tubo, me ocurrió algo maravilloso. Y todo ello sin tener que hacer nada, mientras esperaba en la cola de la caja, esperaba y esperaba, sin pensar en nada, en una de esas esperas inútiles que ralentizan el tiempo, eternizando los instantes, en las que uno, para sobrevivir, no hace otra cosa que desconectar el cerebro y desenfocar el cristalino, convirtiendo la realidad en un conjunto multicolor de destellos en el que las formas, las personas, los objetos se expanden graciosamente hasta convertirse en manchas de color que llegan a mezclarse en una misma materia sin bordes ni límites. ¿Esa cosa tonta que llamo desenfocar, eso, podría ser la literatura? "¡Qué sabrás tú!" De nuevo el lector burlón, ahí, en los huecos en blanco entre las palabras. Puedo ver sus dientes manchados de tabaco, riéndose de mí, entre la palabra "literatura" y el último signo de interrogación que acabo de escribir. Yo trato de juntar más las letras, pero hay un punto en que ni yo mismo entiendo lo que escribo y debo detenerme, para no extraviar el sentido de la historia. Ahí es cuando él se hace fuerte y abre un espacio soplando entre una d y una u, que quedan boca abajo sobre el renglón inferior . Siento su expresión amenazadora. Algo me dice que no me queda más remedio que seguir escribiendo. Y aunque no tengo motivos para pensar que el lector quiera salir de su cárcel de papel, por primera vez la literatura empieza a darme miedo.

Fragmento de La espera: (continuará)

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"Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí"

Felisberto Hernández, "El caballo perdido".