2011-07-14

El Hijo pródigo


El hijo pródigo se leyó al revés.

Ocurre como ocurren la mayor parte de las cosas. Un día, el hijo menor deviene en hijo pródigo. Se marcha. Le pide a su padre su parte de la herencia. El padre, generoso en extremo, se la entrega sin hacer preguntas. "Es tuyo". El hijo decide irse, no aventuramos el motivo. Comienza una vida disipada y acaba cuidando cerdos. Si partimos de la bondad del padre, el hijo pródigo es una rama que se tuerce. El padre elige esperar, del otro extremo, como una guía inmóvil, a que regrese. Toma el camino lento de una pedagogía paciente. Y al hacerlo, es su propio amor el que aumenta, cada tarde, doliéndole el pecho, con la mirada perdida en el desierto.

El tiempo madura la fruta. "He pecado contra el Cielo y contra ti". El vástago recapacita. Alude a las algarrobas, a los cerdos, recuerda la comida que había sobre la mesa en la jaima. Aprende. Acomete el único acto de gallardía. "No merezco que me trates sino como a uno de tus siervos". La vida le ha regalado una lección valiosa. O quizás el hijo pródigo sabe que su padre no es justo, sino bueno. Conoce el perdón y lo ha entrenado a lo largo de los años. Ya ha comprobado qué poco le costó la ofensa. Supo lo que su padre le había concedido: un lugar en un corazón al que siempre podría volver y donde no habría preguntas. Mataría al carnero. Pediría la túnica a sus criados. Organizaría una fiesta. No cabía duda: no todos los días resucitan los muertos.

La parábola muestra hasta aquí la bondad infinita del padre. Pero hay un añadido. Otro personaje llega después, tal vez una interpolación del evangelista. La transcripción de la traición del subconsciente de un testigo que anduvo con Jesús y lo oyó predicar. El hijo mayor no da crédito. Reclama justicia. Le suplica al padre una explicación. Por qué a él nunca... una fiesta, un becerro, una túnica... un gesto, unas palabras de aprobación... si él había permanecido a su lado, cada día, trabajando en la hacienda, tratando de llenar el hueco que había dejado su hermano. Un hueco que se hacía cada vez mayor, amenazando con llevárselo a él también. ¿Por qué? La pregunta del hijo mayor resuena al terminar la lectura. ¿Por qué? Y en la boca un regusto de algarrobas y cerdos. "Alégrate conmigo". Su padre sólo ve lo que está ausente, pero no ve que también él está perdido. Se perdió el mismo día que su hermano. Como él, el hijo mayor está muerto y espera, de su padre, una vida que no llega, con la mirada perdida en el desierto.

Si la parábola se leyera al revés debería tal vez llamarse "La ceguera del padre bueno". Los dos son hijos pródigos, a su modo, y el padre se halla condenado a perder siempre a uno de ellos.

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"Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí"

Felisberto Hernández, "El caballo perdido".